La historia reciente de Colombia está marcada por una violencia política que no cesa, que se transforma, que se recicla en nuevas formas de terror, pero que mantiene una estructura profunda de impunidad. El asesinato de líderes políticos y sociales no es un hecho aislado o fortuito: es la expresión más brutal de un sistema de dominación. La reciente tentativa contra el senador Miguel Uribe Turbay recuerda otros episodios que manchan la historia democrática del país con sangre, especialmente por las similitudes con los asesinatos de Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro León-Gómez. Las edades de los sicarios, los lugares, las armas, los móviles y las instituciones implicadas coinciden de manera inquietante. Como si una matriz se repitiera una y otra vez, frente a nuestros ojos, sin que haya justicia, sin que haya verdad, sin que haya reparación.
El intento de asesinato de Uribe Turbay fue perpetrado por Juan Sebastián Rodríguez Casallas, un joven de 14 años que vive en un barrio de Engativá; armado con un revólver calibre 38, quien disparó varias veces contra el senador. Ya capturado decía: “Déjenme darles los números”. Esta frase evoca el momento en que Andrés Arturo Gutiérrez Maya, de 15 años, asesina a Bernardo Jaramillo en el Puente Aéreo de Bogotá el 22 de marzo de 1990. El mismo DAS que debía protegerlo fue el que permitió y facilitó su asesinato. Gutiérrez Maya también tenía 15 años. Un mes después, el 26 de abril de 1990, Carlos Pizarro, líder del M-19 y candidato presidencial, fue asesinado por Gerardo Gutiérrez Uribe, alias “Jerry”, otro joven sicario, quien también fue infiltrado y armado por redes dentro del propio Estado.
Que estos crímenes tengan patrones similares no es una coincidencia. Revelan un modus operandi institucional: el uso de menores como armas desechables para asesinar opositores políticos, mientras las estructuras de poder se reciclan y permanecen intactas. La participación de instituciones como el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), el ejército, sectores del narcotráfico y poderes económicos regionales ha sido sistemáticamente denunciada, pero pocas veces investigada a fondo.
El exterminio de la Unión Patriótica, con más de 6.000 militantes asesinados, fue un genocidio político que todavía hoy sigue impune. En él participaron paramilitares, políticos, militares, narcotraficantes, empresarios, medios de comunicación y organismos de inteligencia del Estado. La Fiscalía General de la Nación declaró que los crímenes contra la UP son de lesa humanidad, pero muy pocos responsables han sido judicializados.
La muerte de Luis Carlos Galán en 1989 también se dio en medio de una descomposición institucional total: agentes del DAS entregaron su esquema de seguridad y facilitaron su asesinato. El entonces jefe del DAS, Miguel Maza Márquez, fue condenado en 2021, pero el proceso judicial dejó muchas preguntas abiertas. ¿Por qué el Estado permite que estas estructuras de muerte se perpetúen? ¿Quién se beneficia del asesinato sistemático de candidatos presidenciales?
El caso del intento de magnicidio contra Miguel Uribe Turbay reabre estas heridas y nos obliga a mirar de frente la realidad: en Colombia no hay garantías para ejercer la oposición política. La violencia política es una herramienta para mantener el statu quo. No se trata solo de actos individuales, sino de operaciones orquestadas desde las sombras, con niños sicarios que son usados y luego eliminados. El sistema recluta, entrena, utiliza y desecha. Como en los falsos positivos: jóvenes pobres convertidos en cadáveres disfrazados de guerrilleros para inflar estadísticas de éxito militar.
Entre 2002 y 2008, bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, más de 6.400 jóvenes fueron asesinados por el Ejército colombiano en el escándalo de los falsos positivos. Eran muchachos de barrios marginales, engañados con promesas de trabajo, llevados a zonas rurales y ejecutados por militares que luego los vestían como guerrilleros. Este crimen de Estado fue parte de una política de estímulos perversos: recompensas por bajas en combate, ascensos, medallas. La vida de los jóvenes no valía nada frente al prestigio militar. La impunidad, una vez más, fue la regla.
Esta lógica de exterminio no es ajena al modelo económico y social que rige en Colombia. La concentración de la riqueza y de la tierra en pocas manos genera condiciones de exclusión y violencia estructural. El 1% de los propietarios concentra más del 60% de la tierra cultivable, mientras millones de campesinos carecen de acceso a tierra. La desigualdad social en Colombia es de las más altas del mundo, con un índice de Gini que supera el 0,50. La educación pública está en crisis: muchos niños no acceden a preescolar, la deserción en secundaria es altísima y la universidad sigue siendo un privilegio para las élites.
En este contexto, la violencia se convierte en una forma de control social. El asesinato de líderes sociales, la represión de la protesta, el espionaje ilegal, los montajes judiciales, la estigmatización mediática y los atentados contra candidatos son mecanismos para silenciar a quienes cuestionan el poder.
La historia se repite porque las estructuras no han cambiado. Las redes de poder que asesinaron a Galán, Jaramillo, Pizarro, Gómez Hurtado y tantos otros siguen activas, disfrazadas, adaptadas a nuevos tiempos, pero con los mismos intereses: impedir que Colombia sea un país justo, equitativo y verdaderamente democrático.
Es urgente que la sociedad colombiana no olvide. Que se levante la voz por la verdad y la justicia. Que se rompa el silencio cómplice. Que se proteja la vida como valor supremo. Que los crímenes de Estado no sigan siendo parte del paisaje. Que ningún niño vuelva a ser usado como sicario. Que ningún joven pobre vuelva a ser ejecutado como falso positivo. Que ningún candidato vuelva a ser asesinado por querer un país distinto. Que la historia no se siga escribiendo con sangre.
La memoria es resistencia. La justicia, una deuda pendiente. Y la vida, el único camino posible hacia la paz.