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La suspensión mediática de la racionalidad
Todo empezó como un lejano cuento oriental. Un virus, una peste que hacía que cerraran ciudades, que se encerrara a la gente, sana o enferma. El miedo empezó a extenderse, los medios mostraban imágenes que parecían augurar un futuro apocalíptico. Un imaginario soterrado comenzó a emerger, de oriente vino la peste negra, también las hordas del Gengis Khan y de Atila, y donde su caballo pisa ya no vuelve a crecer el pasto. La sinofobia se puso a la orden del día.1
Lo que en un principio fue un miedo relativamente justificado -China se enfrentaba a algo desconocido- se fue transformando en pánico, terror. Un miedo relativamente racional ante algo desconocido que causaba muertes, se fue transformando en un terror irracional, incontrolable. Medidas justificadas de prevención, higiene y aislamiento en circunstancias en las cuales había pocas certezas, se transformaron en un griterío -sobre todo a través de las redes que replicaban las voces más catastrofistas- a favor del confinamiento y el aislamiento total, sin tomar en cuenta las peculiaridades de cómo impactaba la enfermedad en diferentes ciudades y países, y las diversas evoluciones de la pandemia. Las medidas más drásticas deberían ser adoptadas sin tomar en cuenta otros elementos o factores, tanto en lugares donde tenía un gran impacto en contagios y muertes, como en aquellos donde los contagios y muertes eran bastante menores o manejables.
Los medios jugaron su juego. De pronto no se hablaba más que del coronavirus. Pero lo que solía faltar en ellos era una información amplia, contextuada, que nos trasmitiera las investigaciones y aproximaciones parciales que nos pudiera brindar la ciencia, que apelara a cierta racionalidad y que no alimentara la bola de nieve de la irracionalidad. Promedios de mortalidad se lanzaban sin más, 3, 4, 10%, ¿quién da más? El temor focalizó la atención, el morbo lo acompañó. Seguramente ese sensacionalismo fue muy redituable para los grandes medios, que -no lo olvidemos- son también grandes empresas, y en ellas el deseo de ganancia todo lo rige. Algunos empezaron a llamar a cierta mesura y racionalidad, pero sus voces no podían ser escuchadas entre tanto ruido mediático. También hay un componente de irracionalidad, que confunde los propios deseos con las perspectivas reales, en quienes plantean posibilidades revolucionarias como producto de esta pandemia como es el caso de Slavoj Zizek2, a una de cuyas obras parafrasea el subtítulo de esta sección. No se trata tampoco de negar la posibilidad de procesos de cambio profundo, pero eso solo surgirá como fruto de la acción de sujetos que se propongan llevar adelante en forma consciente y crítica las necesarias transformaciones, y no como subproducto de una crisis sanitaria y menos por la acción creciente de los organismos internacionales.
El terror alimentó deseos castigadores, aquellos que con sus conductas irresponsables podían propagar la enfermedad debían ser escarmentados, se empezó a acosar a médicos y personal de salud en algunas edificios, otros empezaron a matar mascotas por un rumor injustificado de que podían transmitir la enfermedad, otros empezaron a condenar en la hoguera mediática a quienes salían de sus casas, sin tomar en cuenta que su trabajo no se había suspendido, que tal vez eran los que brindaban “servicios esenciales” o que simplemente, si no salían no comían, y la muerte en estos casos se podía transformar no en una posibilidad por la acción de un virus sino en una certeza por el hambre. Algunos -y sobre todo algunas- tal vez solo buscaban un poco de aire ante situaciones de convivencia complicadas o de lisa y llana violencia, otros tal vez salían por sanidad y porque en muchos países nada lo prohibía. Pero estas razones no importaban, todos ellos llevaban la marca del coronavirus en la frente, todos eran potenciales agentes del mal. Un deseo sádico de castigar se combinó con un deseo masoquista de permanecer encerrado por meses y aislado de todo ese horrible mundo peligroso que está ahí afuera.
El principio más que justo de evitar toda muerte evitable se transformó en la negación de la muerte, en un deseo semiinconsciente y compulsivo de inmortalidad, en la imposible idea de una vida sin dolor. Pero como decía Hegel “todo lleva en sí el germen de su propia destrucción” y “a los seres vivos les está dado, respecto a los no vivos, el privilegio del dolor”, lo cual no puede ser interpretado como una aceptación resignada de muertes y dolores evitables, sino como el hecho de que aun en la sociedad más justa que podamos imaginar, basada en relaciones de colaboración y no de dominación y explotación, la vida constituye una unidad dialéctica insuperable con la muerte, y del placer con el dolor, dolor que es el testimonio de que estamos precisamente vivos. Pero esos sentimientos e ideas irracionales suelen jugar a favor de obturar el pensamiento y la crítica, y no es extraño que su efecto termine siendo el contrario al buscado; al desear lo imposible, suelen dejar de lado toda apreciación realista y crítica de la realidad, elementos imprescindibles para transformarla radicalmente y evitar las múltiples muertes y sufrimientos evitables que cotidianamente se producen en este mundo. La obsesiva atención al coronavirus hizo olvidar sufrimientos padecidos por trabajadores en situaciones de parálisis económica, dejó en un segundísimo plano a la violencia de género y contra menores, a pesar de que en condiciones de aislamiento o cuarentena se iba a agravar, la posibilidad de que aumentaran los suicidios fue relativizada o despreciada, desapareció la preocupación por otras enfermedades que causan muertes evitables. Todo fue desplazado al olvido, porque el coronavirus concentraba toda la atención, energía y temor de la sociedad.
Dennis Diderot decía que la razón era como una pequeña luz que nos guiaba en la oscuridad, de repente aparecía un desconocido y nos decía “apaga esa luz”, ese desconocido era el sacerdote según el filósofo francés. En estos días algunos desconocidos se presentaban por el contrario con una pequeña luz, pero eran ignorados por aquellos que determinan dónde se focaliza la atención, que tanto se parecen a aquellos sacerdotes de los que hablaba Diderot. La razón ha entrado en un sueño profundo, y cuando ella duerme sabemos hace tiempo que los monstruos crecen, se agigantan.
Guerra de todos contra todos
La peste, como hemos visto, no solo genera miedo sino culpa, no solo puedo morir sino transformarme en un vector asesino, no solo los otros son un peligro para mí sino que yo soy un peligro para los otros, es un mundo cuasi hobbesiano, pero no por una voluntad de dominio que me pueda llevar a morir y matar para acumular riquezas y poder, sino por un virus microscópico que puede matarme o matar a otros y que puede habitar en mí u otros.
Una maquinaria culpabilizadora se fue desarrollando en un tiempo brevísimo. La peste era nuestra responsabilidad. No importaban los recortes presupuestarios en los sistemas de salud, ni las políticas privatizadoras que solo garantizan salud a unos pocos o algunos servicios de salud para quienes puedan pagar, ni la contaminación ambiental con su polución que genera o agrava las enfermedades respiratorias, ni las manipulaciones de la industria alimentaria. No, todo era responsabilidad de los individuos. El sistema del capital socializaba a través de sus medios las culpas, pero las ganancias jamás, ellas seguirán siendo privadas, también las del sistema empresarial de la salud, también las de las hipotéticas futuras vacunas o retrovirales que invente la industria farmacéutica. Pero mientras, muchos empezaron a perder: trabajadores informales o formales que fueron despedidos, cuentapropistas, pequeños empresarios. Muchas de las grandes empresas, por el contrario, comenzaron a ganar más o a tener ganancias extraordinarias, y las que no, podían “aguantar el envión” por disponer de un mayor capital. Ahí están Amazon, las aplicaciones de envío de comida a domicilio, las empresas vinculadas a las tecnologías digitales, las grandes superficies, los laboratorios y un largo etcétera, amasando sus fortunas en medio de la precarización colectiva y el desempleo masivo.
La pandemia era una cuestión claramente política y social, pero los grandes medios intentaron -en general- que no trascendiéramos un plano de biología ingenua, que no toma en cuenta las mediaciones sociales. No es cierto que el virus afecte a todos por igual, porque al virus no le importa si alguien es proletario, desempleado o propietario, pero a los sistemas de salud sí. No parece casual que este virus haya matado más donde más recortes en salud pública se han hecho, donde la salud está más privatizada, y donde hay mayor contaminación ambiental. Ahí tal vez estén las razones principales de que haya muerto mucha gente en algunas regiones. No es responsabilidad de tal o cual persona, hay un determinado modo de producción, una salud subordinada al mercado y un serie de políticas globales que están detrás de todo esto.
Casa tomada
Otros fueron víctimas de otra peste: el teletrabajo. No es un “privilegio” como pueden decir algunas voces -ingenuas unas, cínicas otras- sino un retroceso para los trabajadores, más tomando en cuenta su carácter en general desregulado. Las empresas y las instituciones públicas o privadas colonizaron nuestras casas; en poco tiempo los cuartos se transformaron en oficinas. A medida que se reducía el espacio doméstico, estas expandían su espacio.
De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, contaban con múltiples lugares y oficinas repartidos por diversas ciudades y países. Como gigantescos pulpos, sus tentáculos penetraban en miles de lugares. Las cámaras empezaron a condicionar nuestra intimidad, de pronto estábamos siendo observados en un espacio que hasta no hace mucho estaba a salvo de miradas indiscretas, las voces del mundo laboral invadieron el espacio doméstico, limitando los sonidos y palabras que podíamos pronunciar o impidiendo el disfrute del silencio. La casa fue siendo tomada.
Pero esto no parece quedar acá, quienes ocuparon la casa probablemente se nieguen a desalojar. Y no fueron los sin techo los que irrumpieron en nuestros hogares y los ocuparon, sino el capital y el Estado -y este último suele estar al servicio del primero- quienes se transformaron en intrusos permanentes. Pasada la pandemia muchos intentarán quedarse instalados, ellos ahorran lo que Marx y otros economistas llaman capital fijo, espacios físicos y máquinaria (computadoras más que nada), pero también parte del capital circulante, alguna materia prima y electricidad, por lo cual ahorran gran parte del capital que Marx llamó capital constante. Pero también logran extender la jornada laboral, odiosamente reducida a 8 horas, es decir logran aumentar la plusvalía absoluta. La experiencia individual y colectiva, y algún que otro estudio, revelan que el trabajador aumenta su jornada laboral en su domicilio, y todo esto es romantizado por algunos con frases como “trabajar desde casa”, “manejar tu propio horario” y otros espejitos de los colonizadores de nuestros hogares.
Y esta peste vino a las mil maravillas para un capitalismo en el cual la crisis abierta3 – producto en el fondo de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia4, por el aumento del capital constante en relación al capital variable, que es el único que crea valor y plusvalía -la meta por la cual todo el capital se pone en movimiento- estaba por estallar. Ahora la crisis es identificada con su desencadenante -y factor agravante sin duda- pero no su causa más profunda: el coronavirus es una enfermedad, pero en relación al sistema capitalista es solo un síntoma. El teletrabajo les permite aumentar la tasa de ganancia, contrarrestar su tendencia decreciente en forma temporal, porque aumentan con este la plusvalía absoluta y “externalizan costos”. Asimismo, la parálisis general de la economía permite que perezcan un montón de pequeños capitales, muchos de los cuales seguramente serán adquiridos a precios de ganga por el gran capital o dejarán de ser esos pequeños molestos competidores.
Mientras los medios hegemónicos logren imponer el relato de que esto es una crisis temporaria, causada por la peste, ocultarán la profunda enfermedad que padece el capitalismo global.
Del relativismo subjetivista al dogmatismo cientificista sin escalas
De pronto también desaparecieron o se vieron reducidas a un minimum todas las discursividades ultrarrelativistas y subjetivistas de los tiempos postmodernos. El “todo es una construcción”, “todo es relativo”, “cada cual tiene ´su verdad´” cedió en forma silenciosa el paso a la Verdad científica con mayúsculas. En menos de lo que canta un gallo, el relativismo radical se transformó en cientificismo dogmático; un dogma ocupó el lugar del otro. La OMS, los Ministerios de Salud, las organizaciones de médicos empezaron a ser consideradas por algunos como “instituciones científicas”, sin tomar en cuenta que, más allá de que puedan tener tal o cual sección dedicada a la investigación científica, son, antes que nada, instituciones políticas. La verdad multiplicada en infinitos sujetos se transformó de pronto en una sola, a salvo de toda duda y cuestionamiento, aquella que imponían los medios hegemónicos. Y no es que quien esto escribe considere que no podamos aproximarnos a un conocimiento de la realidad objetiva, y que la mejor vía para esto es la ciencia, pero esto no puede ser desde una visión que niegue los múltiples condicionamientos a los cuales está sometida la investigación y las instituciones científicas -económicos, ideológicos, culturales, sociales, etc.-. Un dogmatismo cientificista que niegue en la ciencia el disenso, el debate, es una concepción de la ciencia fuertemente anticientífica que niega las mismas aproximaciones científicas y filosóficas que toman la ciencia como objeto de estudio. La ciencia nos aporta estudios muy valiosos, pero en particular con respecto a este virus las aproximaciones son inevitablemente limitadas y parciales, porque el conocimiento es un proceso, la investigación requiere tiempo y esfuerzo, es una empresa colectiva en que nos vamos aproximando tendencialmente a conocimientos más profundos pero que siempre se pueden profundizar más, por lo cual si hay que ser prudente a la hora de hablar de la ciencia, como si esta fuera un corpus sin fisuras, más habría que serlo con respecto a los diversos aportes de la ciencia respecto al coronavirus, y menos habría que identificar a la ciencia con un órgano político adscripto a la ONU como es la OMS. Entre las verdades multiplicadas al infinito del subjetivismo y el cientificismo dogmático, que identifica la ciencia con una serie de instituciones y a estas con los portavoces de una Verdad sin ningún disenso, existen posibilidades intermedias que suponen un conocimiento aproximativo y siempre mejorable, a través de la crítica, el debate, y el desarrollo permanente de la investigación, y que no acepta como criterio de verdad ni la autoridad experta ni el consenso mayoritario, sino la práctica y la experimentación.
Y este dogmatismo cientificista que de repente emergió como Ave Fénix de sus cenizas, y parece haber suspendido temporalmente el sentido común relativista extremo hegemónico (tan liberal conservador él y tan poco tendiente a transformar la realidad), es una premisa de ciertos intentos de transformar una cuestión de salud pública en una cuestión de expertos, en una cuestión que al parecer solo debería corresponder a las que son identificadas como instituciones especializadas en estos menesteres, la OMS a nivel internacional y los Ministerios de Salud a nivel nacional. Pero la salud pública es precisamente eso, una cosa pública que en las democracias republicanas nos debería atañer a todos en cuanto ciudadanos. No es una cuestión meramente sanitario-médica, aquí entran en juego cuestiones de política económica y también de libertades individuales y colectivas. La tecnocratización no es más que una privatización de la política en nombre del saber y la verdad, que suele beneficiar a quienes concentran el poder y la riqueza en nuestras sociedades, para los cuales la participación activa de la sociedad civil en los asuntos públicos siempre es algo más que complicado, siempre es algo que están dispuestos a rechazar, limitar y reprimir llegado el caso. La suspensión de libertades en nombre de la salud nunca puede ser considerada una cuestión técnica, y menos aún cuando muchos parecen utilizar esto como excusa para controlar la movilización popular, miremos sino Chile, Bolivia, Ecuador y Colombia, donde gobiernos deslegitimados por la movilización popular contra sus políticas neoliberales hambreadoras, han aplicado todo tipo de medidas restrictivas y fortalecido a aparatos represivos en los cuales la “doctrina de la seguridad nacional” nunca fue abandonada por más que amplios sectores de los mismos, a lo sumo puede haber cambiado de nombre. El peligro de un autoritarismo creciente en nombre de nuestra salud y la vida no debería ser despreciado, es una posible estrategia política que le puede dar un respiro a un capitalismo en crisis y con crecientes tendencias autoritarias y fascistizantes.
A manera de conclusión
El aislamiento social o la cuarentena nos muestra en forma bastante clara que la sociedad no es un conjunto de individuos como dicen los neoliberales, los individuos son una producción de la sociedad, parte integrante y expresión de la misma, y necesitamos de ella todos los días para reproducir nuestras existencias; no solo necesitamos a los otros virtualmente, porque no somos solo una cosa que piensa, ni una cosa que habla, somos una materialidad biológica que necesita alimentos y muchas otras cosas que exigen encontrarnos con otros, somos también un conjunto de relaciones. Y no solo somos un cuerpo con necesidades alimentarias y un intelecto pensante, hemos desarrollado algo que llamamos afectividad, y necesitamos a otros para compartir nuestros miedos, esperanzas, tristezas y alegrías, y eso no lo hacemos solo a través de la palabra sino también a través del cuerpo, y no nos bastan los pocos que nos rodean en lo inmediato; en el fondo seguimos necesitando a nuestra ¨tribu¨, ese grupo de amigos y vínculos varios que vamos construyendo, o que se “va” construyendo (a veces a pesar de nuestra voluntad) a lo largo de nuestra existencia. Muchas cosas que antes se pensaron biológicas resultaron ser sociales, pero nuestro carácter social está profundamente enraizado en nuestra biología, por más que quieran negarlo todos los profetas de un individualismo extremo que hoy ha sido desmentido por una peste que muestra nuestra mutua dependencia y nuestras múltiples fragilidades.
En este contexto de peste, de crisis económica profunda del sistema capitalista, de intentos de tecnocratita la política, limitar nuestras libertades y las ya limitadas democracias, de paranoias funcionales a los poderes existentes, a los trabajadores y sectores subalternos no nos queda más que fomentar el encuentro, la sociabilidad que nos caracteriza como especie, desarrollando redes de apoyo mutuo e instancias político-organizativas con el objetivo de construir sociedades basadas en la solidaridad y no en el individualismo extremo y la competencia descarnada, que apunten además a una relación armónica con la naturaleza, que el capital destruye junto a los seres humanos, porque para él no son más que “meros instrumentos”. El objetivo y el desafío sigue siendo el socialismo, pero en este contexto recobra una fuerza y una actualidad aun mayor, ante una crisis del capitalismo que se muestra cada vez en forma más abierta como estructural y multidimensional.
Notas
1Una perspectiva enriquecedora sobre algunos aspectos que son abordados aquí y otros que no lo son es el artículo de Ariel Petruccelli y Federico Mare “Paranoia e hipocresía global en tiempos de capitalismo tardío” en https://rebelion.org/paranoia-e-hipocresia-global-en-tiempos-de-capitalismo-tardio/
2En la compilación “Sopa de Wuhan” se incluye un artículo de Slavoj Zizek a cuyos planteamientos me refiero aquí. También hay artículos de otros pensadores que aportan diferentes perspectivas, algunas contradictorias entre sí, en general con un fuerte componente filosófico, en https://www.elextremosur.com/nota/23685-sopa-de-wuhan-el-libro-completo-y-gratis-para-leer-sobre-el-coronavirus/
3Hay una diversidad de autores que vienen planteando hace tiempo el desencadenamiento de una crisis abierta y que analizan la actual situación generada con el coronavirus desde esa perspectiva, entre ellos Micael Roberts (“¿Una economía de guerra?” en https://rebelion.org/una-economia-de-guerra/), Eric Toussaint (“La pandemia del coronavirus se enmarca en una crisis muldimensional de capitalismo” en https://rebelion.org/la-pandemia-del-coronavirus-se-enmarca-en-una-crisis-multidimensional-del-capitalismo/), Claudio Katz. (“Espero que la salud pública pueda triunfar sobre el capitalismo” en https://rebelion.org/claudio-katz-espero-que-la-salud-publica-pueda-triunfar-sobre-el-capitalismo/), Mar Vandepitte (“¿Quién va a pagar el ‘coronacrack’?” en https://rebelion.org/y-quien-va-a-pagar-el-coronacrac/).
4El papel de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia como elemento fundamental para entender la crisis actual del capitalismo ha sido defendido por autores como Paul Kliman, Michael Roberts, y cuestionado por marxistas como David Harvey. El debate entre Harvey y Kliman fue compilado en “Un debate entre dos modos de entender la teoría de las crisis y el alcance y la vigencia de la ley del descenso tendencial de la tasa de ganancia de K. Marx.”, se encuentra disponible en https://encuentrocomunista.org/static/media/medialibrary/2017/09/Harvey-Kliman.pdf
Por: Alexis Capobianco
https://www.alainet.org/es/articulo/206559