Gloria Flórez Schneider. Parlamentaria Andina.
Es inevitable seguir hablando y escribiendo sobre la paz en estos tiempos en el que la esperanza se ha tomado por asalto el corazón del país y de la comunidad internacional sobre los diálogos que se abren entre el gobierno y las fuerzas guerrilleras, en el que las reflexiones y análisis sobre las condiciones y perspectivas del proceso son el pan de cada día, pero sobre todo en este tiempo, en el que como nunca antes, sentimos la enorme responsabilidad de evitar el fracaso y contribuir a que Colombia atraviese por fin el largo camino de la guerra: largos años, centenares de años de violencia, heridas, victimas y atrasos en el desarrollo de sus fuerzas productivas y en los que se han fracturado potencialidades de generaciones enteras.
Investigadores nos hablan de los costos de esta violencia de tantos años en vidas humanas, de generaciones perdidas por la guerra, de cientos de miles de víctimas de homicidios, desapariciones forzadas, secuestros, torturas, amputaciones, de 4 millones seiscientos mil desplazados, de refugiados y exiliados.
Pero pocos hablamos de los costos económicos que ha provocado la guerra en el país. Como se constata en el artículo publicado el 21 de septiembre por Portafolio, de Ricardo Mosquera “No es humanizar la guerra: es acabarla”, con el correr de los años los recursos del estado para financiar la guerra han aumentado de manera significativa. Los datos son contundentes y deben conocerse para que entendamos el valor, la significación de la paz. “Entre 1990 y 1998, se estima entre 1,5 y 4% del PIB anual. De 1999 al 2003, los costos ascendieron al 7,4% del PIB, es decir $16,5 billones. Entre el 2005 y el 2006 se llegó al 9,0% del PIB, es decir, que para el 2011 el costo sería de $60 billones, que en inversión social disminuye la desigualdad social, sin contar costos indirectos de la migración forzada, desestímulo a la inversión privada nacional y extranjera, y poner a producir el campo”.
El presupuesto que Colombia invierte en la guerra es comparable con el de algunos países árabes cuyos ingresos petroleros permiten el despilfarro de recursos en el gasto militar, y resulta paradójico que Estados Unidos que se erige como la potencia militar mundial solo invierta alrededor del 4 % de su PIB, explicable quizás por el rol del Congreso de Estados Unidos en el control y la aprobación del presupuesto.
A la hora de definir como Colombianos y Colombianas sobre la guerra o la paz, deberíamos siempre consultar los impactos de la violencia y del conflicto sobre nuestro presente y nuestro futuro, sobre los jóvenes pobres que van a la guerra y no regresan jamás, sobre las tierras y las cosechas perdidas, sobre la infraestructura que no se construyó o sobre la que se destruyó, sobre las escuelas cerradas y los maestros desplazados, sobre los planes de vida de los pueblos indígenas, negros o campesinos estancados o cercenados, sobre las millones de mujeres víctimas y sobre sus hijos viviendo la guerra, no jugando a ella. Deberíamos igualmente preguntarnos, sobre quienes se han beneficiado de la guerra en el país y en el exterior, sobre los que han amasado grandes fortunas con la sangre y el dolor de los colombianos, sobre los negocios que giran alrededor de la guerra.
Deberíamos por último imaginarnos y soñar, como sería este hermoso país en paz, como disfrutaríamos su diversidad territorial, sus paisajes y sus gentes, sus culturas indígenas, mestizas y negras, sus bailes y alegría.
Deberíamos imaginarnos los recursos que hoy se invierten en la guerra invertidos en la educación, salud, vivienda y reconstrucción de tejido social para los millones de víctimas y para todos los colombianos y colombianas.
Imaginarnos y soñar la paz, es nuestro desafío, construirla nuestro deber.
gloriaFlorez@parlamentoandino.org